Un Perú que Despierta contra la Rancia Política

Publicado el 18 de noviembre de 2025, 8:48

El Perú se prepara para el 2026 con un padrón de 27,356,578 electores. No es solo un número: es un terremoto silencioso que sacude las viejas estructuras. Son 4.45 millones de votantes adicionales, un crecimiento del 19.5% respecto de 2016. En otras palabras, casi una quinta parte del electorado no existía políticamente cuando los dinosaurios de la política —los mismos que hoy pretenden seguir dictando el destino— aún se paseaban por los escenarios.

La matemática revela un secreto:

  • 25.63 % son jóvenes de 18 a 29 años

  • 21.29 % tienen entre 30 y 39 años

  • Los mayores de 60 apenas alcanzan el 20.23 %

La cancha la llenan los jóvenes. Y en esa juventud está la fuerza que puede romper los hechizos de la vieja política. Porque el padrón no solo envejeció distinto: se rejuveneció como un río que vuelve a cantar después de la sequía.

Y aquí la geografía del poder es contundente: de los 26,181,809 electores domiciliados en el Perú, solo 7,901,379 están en Lima Metropolitana. Los provincianos somos 18,280,430 votantes, el 69.8% del país. El Perú real no es el balcón limeño ni la misa de los poderosos: es la plaza provinciana, el mercado, la feria, la voz que se levanta desde los cerros y los valles.

Por eso, insistir en las figuras de la rancia política peruana es un suicidio colectivo. El país no quiere más a “Porky” López Aliaga con su cruz de cemento y su moral de bolsillo. No quiere más a Keiko Fujimori, heredera de un apellido marcado por corrupción y dictadura. No quiere más a César Acuña Peralta, que convirtió la política en negocio y la educación en mercancía. No quiere más a Ricardo Belmont, reciclado en discursos vacíos, ni a Roberto Chiabra, que confunde uniforme con liderazgo.

Y tampoco quiere más a los vientres de alquiler de la política: Carlos Álvarez, convertido en caricatura de sí mismo; López Chau, que se alquila al mejor postor; Phillip Butters, vocero del odio y del espectáculo barato. Todos ellos son parte de la misma maquinaria que se alimenta de la desesperanza y del desprestigio.

El país joven y provinciano no les debe nada. Al contrario: ya les dio la espalda en 2016. La mayoría ciudadana votó contra ellos, y esa percepción negativa no ha desaparecido. Pretender que las mismas caras puedan encarnar el futuro es condenarse a la irrelevancia. Es repetir la derrota.

La conclusión es matemática y mágica a la vez: Si queremos competir, necesitamos rostros nuevos. Voces provincianas. Gente imposible de vincular con corrupción, escándalos o derrotas. Solo así podremos hablarle a ese país joven y mayoritariamente provinciano que hoy decide el rumbo nacional.

El Perú no es Lima. El Perú no es la rancia política. El Perú es juventud, es provincia, es esperanza. Y en el 2026, esa esperanza será número, será voto, será poder, será PTE-PERÚ.

PTE-PERÚ

Allí ubicamos a los pulmones del Perú de los últimos años, nuestros emprendedores y trabajadores representados por el Partido que lleva su nombre, el PTE (Partido de los Trabajadores y Emprendedores).

Entre la falta de candidaturas presidenciales honorables, con supuestos adalides democráticos, surge la cantimplora en el desierto político representada por Napoleón Becerra García, líder del PTE, el partido que construye Perú con hechos y no palabras. Surge el partido de los jóvenes emprendedores y trabajadores del Perú no llamado Lima.

Es tiempo de conocer tu futuro, es tiempo de darle una mirada al Partido de los Trabajadores y Emprendedores del Perú.

Cuando los candidatos eran encantadores de serpientes

Hubo un tiempo en que los candidatos presidenciales no eran productos de marketing ni sombras de encuestas. Eran encantadores de serpientes, sabios de plaza pública, patriotas de verbo encendido. En ese tiempo, el Perú escuchaba a Alfonso Barrantes Lingán, el “Frejolito” que sembró dignidad en los barrios con su vaso de leche y su mirada de justicia social. Escuchaba a Luis Bedoya Reyes, el “Tucán” que trazó la vía expresa como si dibujara el futuro con compás de arquitecto urbano. Y escuchaba a Fernando Belaúnde Terry, el verdadero “Arquitecto”, que soñó carreteras como venas abiertas de la patria y fue dos veces presidente sin perder la fe en el Perú profundo.

Izquierda, centro y derecha no eran trincheras de odio, sino polos magnéticos de un debate sabio, donde la discrepancia era sinónimo de pensamiento y el patriotismo se medía en propuestas, no en insultos. Ninguno de ellos cayó en la corrupción ni en el enriquecimiento ilícito. Ninguno convirtió la política en botín. Eran hombres de carne, sí, pero también de historia. De esos que, si hubieran llegado al poder, como el caso de Frejolito, que estuvo a poco de lograrlo, habrían configurado un porvenir promisorio, justo  e inteligente.

Hoy, rumbo a las elecciones de abril, el país enfrenta una tarea titánica: buscar una aguja en un pajar de 39 candidatos. Las encuestas sacan a relucir nombres que no le llegan ni a los talones a los ilustres de antaño. La mayoría son ecos de escándalos, vientres de alquiler, o simples hologramas del oportunismo.

Pero aún estamos a tiempo. Porque el Perú no es un país que espera, es un país que emprende. Un país de trabajadores que no piden limosna estatal, sino herramientas para construir su destino. Y en ese escenario aparece una figura que no viene del mármol ni de la televisión, sino del barro y del esfuerzo: Napoleón Becerra García.

Él no promete, él planea. Tiene un plan para acabar con la delincuencia, no con discursos, sino con acción. Tiene un plan para los jóvenes: ingreso libre a las universidades, porque el conocimiento no debe tener precio. Tiene un plan para el trabajo: empleo para todo peruano al cumplir la mayoría de edad, porque la dignidad empieza con el pan ganado.

Napoleón no es un nombre cualquiera. Es el nombre del estratega que enfrentará su Waterloo contra los corruptos. Es el nombre revolucionario del emprendedor que pondrá a todos en su lugar. Es el nombre que puede devolverle al Perú la elocuencia, la sabiduría y el patriotismo que alguna vez tuvo en sus candidatos.

Es el nombre que encabeza el Partido de los Trabajadores y Emprendedores, PTE-PERÚ. Y si el país escucha con el corazón, como lo hizo con Frejolito, el Tucán y el Arquitecto, entonces la historia volverá a escribirse con esperanza.

Si eres seguidor de alguno de estos líderes históricos, apuesta por Napoleón en estas elecciones 2026. Él y su liderazgo emprendedor, harán del Perú ese emporio económico que ya es una carta de presentación de los peruanos en el mundo, en el ámbito textil, gastronómico y turístico.

¡Únete al Partido de los Trabajadores y Emprendedores, PTE-PERÚ! ¡Únete a Napoleón!

El globo que alguna vez fue de todos

Dicen que en los albores del mundo, cuando el hombre aún conversaba con los árboles y cazaba con respeto, el globo era de todos. No había dueños, ni marcas, ni fronteras. La acción comunitaria no era ideología, era costumbre. Era la forma en que los pueblos vivían: recolectaban, sembraban, cazaban, compartían. La contradicción no era entre hombres, sino entre el hombre y la naturaleza. Y esa danza milenaria duró 100,000 años, con sus tres estadios: inferior, medio y superior.

Pero un día, como en los cuentos oscuros, aparecieron los que ya no querían pescar ni sembrar. Querían mandar. Querían controlar. Y así nació la esclavitud, luego el feudalismo, y más tarde el capitalismo: la historia de unos pocos que aprendieron a llenar sus bolsillos con el sudor de muchos.

El capitalismo salvaje, como un brujo moderno, aprendió a disfrazar la explotación con palabras dulces: libertad, igualdad, progreso. Pero detrás de cada fábrica, detrás de cada algoritmo, detrás de cada botón que activa una máquina, hay un trabajador que transforma la materia prima en producto… y no puede disfrutarlo. Porque el capitalista, como un mago que no revela sus trucos, se queda con la plusvalía, con el excedente, con la ganancia.

Y entonces, como en los mitos que se repiten en cada fogata, Marx no inventó el comunismo. Lo descubrió. Lo vio en las sociedades originarias, en los pueblos que vivieron sin clases, sin dueños, sin cadenas. Lo estudió en Morgan, en Oparín, en los que dijeron que la materia no se crea ni se destruye, solo se transforma. Y sobre esa transformación, Marx construyó el materialismo histórico: una brújula para entender el pasado y el porvenir.

Pero en esta parte del mundo, el comunismo no vino de Europa. Nació de los Andes. Los Incas, nuestros ancestros imperiales, ya lo practicaban sin saber que algún día lo llamarían así. Lo llamaban Ayllu, Mita y Minka:

  • El Ayllu era comunidad basada en lazos de sangre, donde el trabajo y la tierra eran compartidos.

  • La Mita era servicio obligatorio por turnos al Estado, pero no como castigo, sino como deber sagrado.

  • La Minka era trabajo voluntario para obras comunales, donde el esfuerzo se convertía en fiesta.

Y aún hoy, en las comunidades incásicas del Perú, se sigue celebrando el trabajo como si fuera un ritual de alegría y no de esclavitud. Los fines de semana, cuando alguien se casa, la comunidad le hace el techo de su casa entre bailes, comidas y abrazos. En Lima, ese espíritu se transforma en "pollada": una comilona donde se compra un plato para ayudar a alguien a estudiar, curarse o emprender.

El comunismo andino no es utopía. Es práctica. Es trueque. Es solidaridad. Es la fiesta del trabajo. Es el campesino que intercambia papas por tejidos. Es el emprendedor que no espera que el Estado le resuelva la vida, sino que convoca a su comunidad para construirla juntos.

Y entonces: El comunismo peruano no se aplica. Se descubre. No es un sistema, es una memoria. Una memoria que vive en las montañas de Machu Picchu y Sacsayhuaman, en los mercados, en los barrios. Una memoria que dice que el talento de cada uno —el del ingeniero, el del tejedor, el del cocinero— debe florecer sin que otro lo pisotee.

Porque el comunismo no plantea igualdad matemática, como lo hizo la Revolución Francesa. Esa fue obra del capitalismo, con sus Voltaire, Rousseau y Montesquieu. Ellos hablaron de igualdad, fraternidad y libertad. Pero el comunismo ancestral no promete que todos sean iguales. Promete que nadie sea explotado. Promete que la contradicción vuelva a ser con la naturaleza, no entre hermanos.

¿Puede haber un gobierno justo? Sí, pero no perfecto. Y no será por elecciones. Será por revoluciones. Porque el capitalismo, para imperar, hizo la suya. Y ahora, como dice el capitalista: “La revolución que hice no es para compartir contigo. Haz la tuya, si quieres el planeta.” Y en esa dimensión de rebeldía nos hallamos en competencia electoral, con un mensaje ancestral, revolucionario.

La historia no es una línea recta. Es un espiral de luchas, fracturas y descubrimientos. El comunismo existe como clase, pero no controla el planeta. El capitalismo también existe, pero necesita luchar contra el pobre para mantener su riqueza. Por eso, la lucha de clases está a la orden del día.

Y tú, lector, ¿Qué eres? ¿No pagas impuestos? ¿No trabajas ocho horas para recibir una? ¿No ves cómo la educación, la salud y la vivienda se esfuman en los bolsillos de los que mandan y no llega a tu hogar? Entonces: estás siendo explotado.

Pero aún hay esperanza. Porque el comunismo peruano no es un dogma, es una promesa. Una promesa de que el talento de cada uno florecerá sin cadenas. Una promesa de que la ciencia será compartida. Una promesa de que el globo volverá a ser de todos, como en el tiempo de nuestros milenarios ancestros y con la venia de nuestros Apus.

Una promesa hecha realidad por el Partido de los Trabajadores y Emprendedores, PTE-PERÚ, y su candidato presidencial, Napoleón Becerra García, rumbo al proceso electoral 2026.

 

UDI/JCR

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